Traducción de: L'Église et la science. Histoire d'un malentendu
La Iglesia y la Ciencia. Historia de un malentendido
Autor: George Minois.
Tras un largo periodo de desconfianza debido al origen pagano de la
ciencia, a partir de san Agustín la Iglesia acaba por adoptar la
ciencia como rama auxiliar de la teología, asumiendo esta, de hecho, una
cosmovisión y una razón de ser impuesta por los teólogos. Las
tentativas medievales de construir una ciencia independiente no
sobreviven a los censores y los grandes visionarios de los siglos XV y
XVI, tolerados en algún momento, son víctimas de la reacción
postridentina. Sólo las matemáticas, por su carácter de pensamiento
abstracto, continúan su camino al margen de todo esto, hasta que
finalmente también les tocó su turno, pues en ellas se apoyaron
Copérnico y la ciencia mecanicista para decir que la Tierra gira sobre
sí misma.
La actitud de la Iglesia hacia la ciencia sigue siendo aún hoy
objeto de numerosas controversias. Desde san Pablo, entre las dos vías
de acceso a la verdad –la revelación y la ciencia–, la síntesis de ambas
se ha intentado en alguna ocasión, pero sin llegar a realizarse nunca.
En el siglo XVII, nació la ciencia moderna como tal. Galileo, su
principal iniciador, reivindicó la autonomía de la ciencia para
descifrar el libro de la naturaleza. Su condena, en 1633, por el
tribunal del Santo Oficio es el punto de partida del gran malentendido
entre la Iglesia y la ciencia. El fantasma de Galileo va a habitar la
conciencia católica durante tres siglos y medio: hasta 1982 Juan Pablo
II no expresó el arrepentimiento de la Iglesia a propósito de este
asunto.
Tres siglos y medio durante los cuales la Iglesia ha ido perdiendo
poco a poco todo control sobre la evolución de las ciencias, al rechazar
adaptarse a las nuevas teorías. Después de haber censurado los
movimientos de la Tierra, condenó la física mecanicista de Descartes, el
atomismo, el darwinismo, los primeros resultados de la Geología y de la
Prehistoria, que contradecían la cronología bíblica. La condena de la
modernidad, en 1907, marcó el apogeo de su inmovilismo.
A principios del siglo XX, el debate se reinició tímidamente. Pío
XII afirmó su simpatía hacia los hombres de ciencia. Pero los obstáculos
subsistían, sobre todo a propósito del origen del hombre. Los métodos
no han desaparecido, como ilustra el caso Teilhard de Chardin o las
críticas relacionadas con los progresos de la genética o con la
inseminación artificial.
Una crítica aguda y extremadamente erudita, con vocación de constituirse en referencia sobre tan polémico tema.